Si alguna vez me suicido, será domingo. Es el día más deslentador, el más iluso. Quisiera quedarme en la cama hasta tarde, por lo menos hasta las nueve o a las diez, pero a las seis y media me despierto y ya no puedo pegar los ojos. A veces pienso qué haré cuando toda mi vida sea domingo. Quién sabe, a lo mejor me acostumbro a despertarme a las diez. Fui a almorzar al centro. Comí. Ni si quiera me sentí con fuerzas para entablar con el mozo el facilongo y ritual intercambio de opiniones sobre el calor y los turistas. Dos mesas más allá, había otro solitario. Tenía el ceño fruncido, partía los pancitos a puñetazos. Dos o tres veces lo miré, y en una oportunidad me crucé con sus ojos. Me pareció que allí había odio. ¿Qué habría para él en mis ojos? debe ser una regla general que los solitarios no simpaticemos. ¿O será que, sencillamente, somos antipáticos?
Volví a casa, dormí la siesta y me levante de mal humor. Tomé un té y me fastidió que estuviera amargo. Entonces me vestí y me fui otra vez al centro. Esta vez me metí a un café; conseguí una mesa junto a la ventana. En una lapso de una hora y cuarto, pasaron exactamente treinta y cinco hombres de interés. Para entretenerme hice una estadística sobre qué me gustaba más en cada uno de ellos. Lo apunte en una servilleta de papel. Este fue el resultado. De dos me gustó la cara; de cuatro, el pelo; de seis, la altura; de ocho, la ropa; de quince, las manos. Amplia victoria la de las manos.
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