-¿Puedo llamarte alguna vez?-
La conversación había sido tan intrascendente que sólo más tarde se le ocurrió pensar que él estaba interesado en ella como mujer, y eso debido a que había perdido la costumbre de esperar algo semejante.
Era inevitable que una mujer, como ella, que había cerrado la puerta de su vida amorosa fuese descubierta cuando la abría de repente. Le gustaba ese tipo; resultaba evidente por el modo en que empezaba a revivir, se le aceleraba el pulso, la embriagaba la animación.
Pero ¿Por qué? ¿Por qué él? La había pillado por sorpresa, desde luego. Qué extraordinario. La ocasión había sido extraordinaria, ¿Quién lo habría creído de no haberlo visto? No le habría sorprendido en lo absoluto que el fuese la única persona presente dispuesta a asimilar lo que había dicho Reuben Sachs. Asimilar: qué palabra tan acertada. Uno puede pasar una hora y media escuchando información que no coincide con lo que ya se ha aprendido, y no asimilarla. Si todo cae en saco roto…
Esa noche ella no durmió bien, porque se permitió fantasear como una colegiala enamorada.
Al día siguiente él le telefoneó para invitarla a pasar el fin de semana en un pueblecito de Warwickshire, y ella accedió con tanta naturalidad como si aquello fuese cosa de todos los días. Y de nuevo se preguntó qué casualidad poseía ese hombre para abrir con tanta facilidad la puerta que ella había mantenido firmemente cerrada. Se trataba de un individuo fornido, rubio y risueño que parecía observarlo todo con expresión entre distante y divertida. Era, o había sido, funcionario de una organización educativa. ¿Un sindicato?
El sábado salió furtivamente de la casa, consciente de que Andrew estaría alerta, pues, no dormía bien, y de que tal vez Colin hubiera decidido levantarse antes de lo habitual, que era a media mañana. Alzó la vista hacia las ventanas de la fachada, temiendo ver las caras de sus hijos, pero allí no había nadie. Eran las siete de la mañana de un precioso día de verano, y su ánimo, a pesar del sentimiento de culpa, amenazaba con llevarla volando hasta el empíreo de la irresponsabilidad, y allí estaba él, sonriendo, feliz de lo que veía: una mujer rubia con un vestido de lino verde, sentada a su lado y volviéndose para reír con él de la inminente aventura.
Cruzaron plácidamente los suburbios de Londres y llegaron al campo. Disfrutaba de verlo disfrutar con ella, así como de su propio placer por estar a su lado, la aprovecharía: se esforzó por no pensar en sus hijos. De lo contrario, tendría que decirle a ese hombre: Da media vuelta y márchate, he cometido un error.
-¿Te cuesta creer lo que está pasando?- preguntó él en cierto momento.
-Sí- respondió ella y se contuvo para no añadir: se trata de los chicos. ¿Sabes?
-Me lo parecía. A mí, en cambio, no me cuesta nada.
Su risa sonó bastante triunfal para que ella lo mirase, intentado descubrir el motivo. Había algo que no entendía, pero daba igual. Se sentía imprudentemente feliz. Julia estaba en lo cierto: llevaba una vida muy aburrida. Tomaron carreteras secundarias para evitar las autopistas, se perdieron, y en todo momento sus gestos y sonrisas prometían: Esta noche dormiremos el uno en brazos del otro. El día continuó cálido. El placer que extraía de ella, de la situación, que la impulsó a preguntar sin pensarlo:
-¿Por qué estás tan satisfecho de ti mismo?
Él entendió de inmediato, de manera que la agresividad de las palabras, que lamentó de inmediato haber pronunciado por que contradecían el radiante bienestar que sentía, quedó anulada cuando él respondió:
-Ah, sí, tienes razón, tienes razón.- Le dirigió una mirada risueña, y a ella se le antojó un león holgazan, con las patas cruzadas sobre el echo, que erguía la autoritaria cabeza mientras bostezaba lenta y perezosamente-. Te lo diré, te lo contaré todo; pero quiero llegar a algún sitio antes de que desaparezca esta luz.
Premio Nobel De Literatura 2007.